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El joven en cuestión se gana la vida desganadamente en una anodina firma bancaria que tiene cierto parentesco con las corporaciones fantasmales de Kafka o la oficina del Chiado lisboeta en la que trabajaba el heterónimo pessoano Bernardo Soares, el protagonista de El libro del desasosiego. En ese entorno gris, su única distracción parece ser entregarse a fantasías más o menos megalómanas, tales como llegar a ser un escritor o filósofo importante, y poner a prueba su imbatible timidez en las veladas más o menos literarias que celebra la hija del banquero para quien trabaja. El azar, la ocasión y un cierto grado de premeditación fantasiosa le ofrecen la ocasión de seducir a la muchacha. Pero ese presunto logro no hace sino acentuar sus dudas en torno a su propio carácter, la verdadera naturaleza del deseo así consumado y la autenticidad de sus propios sentimientos y los de la amada. Mientras duran estas dudas, que ocupan media novela, el entorno de la muchacha parece conjurarse contra él y las circunstancias fuerzan un final que las desviadas reflexiones y fantasías del protagonista se revelan del todo incapaces de prever.
Los ingredientes son, como se ve, los comunes a todos los libros citados: indecisión, desgana existencial, sexualidad malentendida o reprimida en nombre de una moral que ya no es religiosa, pero sigue apoyándose en dicotomías que relegan lo sexual a una posición secundaria o vergonzante, pesimismo existencial y una concepción de lo social que, siendo crítica, no parece contar con ninguna herramienta de análisis para desenmascarar los aspectos alienantes que determinan el comportamiento de los personajes.
Más allá de las reservas que acabo de mencionar, siento simpatía por este tipo de novelas: su acertada y quizá un tanto ingenua manera de diagnosticar la desazón juvenil posiblemente ha sintonizado con las preocupaciones de generaciones enteras de lectores que descubrían esos libros a una edad similar a la que tienen sus protagonistas -El árbol de la ciencia, recuérdese, fue lectura obligatoria en nuestro bachillerato durante décadas- y, en ese aspecto, les han revelado a muchos una dimensión de la literatura que las meras lecturas de evasión jamás les hubieran hecho sospechar. En otros tiempos, recuérdese, a la edad en la que hoy se lee la saga Crepúsculo o Harry Potter, los jóvenes leían a Hermann Hesse, con quien Svevo comparte no pocos rasgos. Sin despreciar a nadie, creo sinceramente que salían ganando. (7/7/2017)
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