La baratija, como casi todas las cosas, tiene su teoría y su razón de ser. Por eso no sirve de mucho escandalizarse, como hacía un amigo mío durante las pasadas fiestas, de la cantidad de baratijas que la gente compra para regalar y de las ingentes sumas de dinero que se gastan en tales nimiedades. Pertenece mi amigo a esa clase de personas que esperan que los regalos, o bien respondan a un designio práctico, o bien satisfagan alguna recóndita aspiración secreta del receptor. Al primer tipo pertenecen los pijamas, jerseys, calcetines, freidoras, herramientas mecánicas, etc., que regalan, sobre todo, madres y suegras. Al segundo, el libro que uno deseaba leer y no encontraba, el disco descatalogado, la pieza de coleccionista, el fetiche inconfesable... Se entenderá que esta segunda clase de regalo sólo lo pueden deparar personas muy próximas. Pero queda un amplio abanico de sociabilidad que no es el que representan madres, suegras, cónyuges y amantes, y es de este difuso sector de nuest