SUPERÁVIT

En esto de los presupuestos del Estado siempre he tenido presente lo que decía el señor Micawber, el famoso personaje de Dickens: “Veinte libras de ingresos, diecinueve con seis de gastos, igual a felicidad; veinte libras de ingresos, veinte con seis de gastos, igual a miseria”. A eso atribuía yo el carácter, digamos, pobretón de nuestros servicios públicos: a que dependían de unos presupuestos permanentemente deficitarios. Tendía uno incluso a justificar esa penuria, algo impropia de un país que se jacta de ser la octava potencia económica del mundo: la función del Estado, pensaba yo, no es ganar dinero, ni ser rentable, sino estirar los presupuestos hasta donde sea posible para atender las justas demandas de la población. Y si, en ese empeño, se gastaba algo más de lo recaudado, no importaba, siempre y cuando el exceso no fuera irrecuperable ni afectara gravemente al conjunto de la economía. Las deudas se refinanciaban, y en paz: ése era, pensaba yo, el frágil equilibrio presupuestar