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Mostrando entradas de abril, 2008

PIRATAS

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Leo que el flamante académico Javier Marías se muestra en desacuerdo con que se supriman del diccionario aquellas acepciones consideradas hoy políticamente incorrectas. Que “mujer pública” no sea el equivalente femenino de “hombre público”, argumenta, no es culpa del diccionario. Éste no hace más que consignar los usos del lenguaje, y cumpliría mal su función si incurriera en criterios de oportunidad política para eliminar algunos. Quienes piden que así se haga, además, parecen dudar de que el lenguaje y, de paso, la sociedad que lo habla, sean capaces de cambiar. Lo que casa mal, por cierto, con las posiciones ideológicas desde las que se suelen hacer estas imputaciones. Hace cincuenta años, una madre de familia podía confiarle a su vecina que el petimetre al que saludaban todas las tardes en la escalera venía a “hacerle el amor” a su hija: la vecina no dudaría de que el chico en cuestión venía a requebrar a la muchacha, y quizá a traerle flores... Algo bien distinto de lo que ahora i

CHIQUILÍN

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Para distraer esta larga faringitis que no termina de curarse, estoy leyendo Oliver Twist (y no digo re leyendo porque las versiones más o menos adaptadas que leí en mi lejana infancia apenas hacen justicia al original: inconvenientes de dar por leídas ciertas cosas prematuramente). Y ayer me puse la película que sobre esta novela hizo Frank Lloyd en 1922, con el niño Jackie Coogan como protagonista y Lon Chaney en el papel de Fagin. Asombra la fidelidad que esta versión muda mantiene respecto al original: Dickens, parece decirnos esta película, es más cuestión de atmósfera y de fisonomías que de palabras. Entre esas fisonomías, la del simpático Jackie Coogan, el niño que coprotagonizó The Kid , de Charlie Chaplin. En los "extras" del DVD se habla de la extraordinaria popularidad de la que disfrutó ese actor-niño, con cuya efigie se publicitaron y vendieron infinidad de productos: desde muñecos hasta tebeos, pasando por todo tipo de chucherías. Y me entero de que las popula

MALDITAS LAS GANAS

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Última bobada nihilista, leída ayer en un suplemento dominical: ¿qué comería usted en su última cena? Se lo preguntan a todos esos personajillos que siempre están dispuestos a seguirles el juego a los periodistas imaginativos, y todos hacen gala de las mismas fantasías pretenciosas y un sí es no es decadentes. Lo que más llamaba la atención es lo animosos y ocurrentes que se mostraban todos. Y a ninguno se le ocurrió contestar lo único que, en un caso así, hubiera parecido razonable: que, en vísperas de la propia muerte, malditas las ganas de comer que tiene uno. *** Y es que el de ayer fue uno de esos días que predisponen a filosofar. Primero, lo de las dichosas últimas cenas ("Es un juego" -me decía M.A., ecuánime- "no hay que tomárselo tan a pecho"). Y luego, en la sobremesa, el disgusto que nos dio K. cuando la sorprendimos en el pasillo con un pájaro muerto en la boca. Lo había cazado en el balcón. Intentamos quitárselo, pero defendía su presa con uñas y dien

UN RETRATO

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Recorto esta caricatura mía (ya veré qué utilidad le doy) del cartel que hizo mi amigo el pintor Manolo Morgado para una lectura poética en Ubrique.

EMBARAZADA

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Asombra la falta de naturalidad con que reaccionamos ante determinadas cosas. No hay más que ver lo que se ha dicho y escrito a propósito del nombramiento de una mujer embarazada como ministra de defensa, y ante la imagen (insólita, eso sí) de esa mujer pasando revista a un destacamento militar. Los comentarios podrían dividirse en dos clases: los babosos y los groseros, según vengan de la escuela biempensante o de su exacto reverso, la de los carcas de mostrador. Parecía que ni unos ni otros habían visto nunca una mujer embarazada. En la esfera íntima y familiar esta circunstancia se sobrelleva con una mezcla de humor, voluntad y resignación. Las propias mujeres hacen chistes sobre su estado, sobre la inesperada falta de familiaridad que experimentan con su volumen, sus formas, su sentido del equilibrio, su modo de andar y repartir el peso corporal. Embarazadas, como no podía ser menos, las hay de todo tipo: guapas y feas, elegantes y desgarbadas, animosas y asustadizas. Pero todas de

TODOS SE SUBLEVAN

Una recaída -escribo esto mientras me adecentan el cuarto- es siempre una lección de humildad. *** Tal vez sea por acordarse de su ingrata experiencia con la veterinaria: el caso es que K. olisquea a los médicos con desconfianza; no digamos ya lo que traen en el maletín. *** Fuera, el viento arrecia con ímpetu digno de mejor causa. A la bonanza meteorológica le pasa lo que a los regímenes benevolentes: al principio, todos se les sublevan.

RUIDOS

Si viviésemos en otro planeta y sólo recibiésemos de éste testimonios sonoros, no sé cómo lo imaginaríamos. Me paso buena parte de la mañana en cama, oyendo el trajín de la mañana tras la persiana echada. Está uno acostumbrado al ruido de la vecindad por la tarde, al estruendo de los televisores de los vecinos, encendidos desde la sobremesa, al tráfago de motos y a las voces destempladas de las pandillas que juegan o gamberrean por el barrio. Pero la mañana los ha puesto a todos a buen recaudo, casi con criterio judicial: sobre los televisores pesa una orden de cierre, los de las motos están en sus quehaceres, o durmiendo la mona de ayer, los de las voces están recluidos en el colegio. Desde aquí sólo de oye el paso de algún que otro furgón de reparto, el rumor de ese viento que acaricia a contrapelo las copas de los escuálidos árboles de barriada que ornan el paseo; y, por encima de uno y otro, el canto obstinado de los pájaros, que no es sino un modo delicado de pautar el silencio

RAMONISMO

Teoría de la faringitis:es como si tuviera atravesado en la garganta un pedazo de realidad y no pudiera tragarlo. *** La gata K. a los pies de la cama. Supongo que tiene sus propios motivos para estar ahí. Pero uno no puede evitar atribuirle un humanísimo propósito de compañía. Que no admite extralimitaciones, por otra parte: cuando la acaricio, se revuelve y me muerde; sin apretar demasiado, eso sí. *** Leo en la cama algunos versos del mexicano Juan José Tablada, similares a greguerías. Luego doy una cabezada. Y la fiebre copia el modelo y me hace concebir, en el duermevela, mil greguerías más. Debería haberlas anotado, si no fuera porque este desorden creativo no me divierte nada. El ramonismo como una enfermedad. O como un síntoma de un mal mayor, quién sabe.

FARINGITIS

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La guinda del libro de Meyer sobre Rusia: su pulla final contra los "académicos" y "universitarios", que no pudieron prever el clamoroso derrumbe de la URSS, pese a haberse constituido en secta de autoproclamados "expertos": los "sovietólogos". Pero no pasa sólo en política. En éste y otros campos, la universidad es como el marido cornudo, que es siempre el último en enterarse de lo que pasa. *** Por poco se me atraganta la tostada esta mañana al escuchar en la radio el eslogan con el que anuncian un seguro best-seller : "Recordarás por qué te gusta leer". Y recuerdo unas líneas leídas ayer mismo en el prólogo de Sed , el libro de César M. Arconada que acaba de reeditar la meritoria editorial Cálamo: Este novelismo alarmante que padecemos revela pobreza de ingenio en los editores, pobreza de estética en los autores y pobreza de gusto en los lectores. En el editor, se ve al hombre rutinario (...), que edita novelas breves porque los demá

TE QUIERO

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Si yo fuera uno de esos ejecutivos que se pasan la vida en el “puente aéreo”, a lo mejor veía las cosas de otro modo. Pero a quienes viajamos en avión de higos a brevas, la verdad, hasta nos haría ilusión que ese día nos sonara el teléfono móvil y pudiéramos decirle al que llama: “Ya ves, me pillas sobrevolando los Montes de Toledo”, o “No sé, chico, no te oigo bien. Debemos de estar atravesando una turbulencia”. Ganaría uno mucho prestigio entre sus amistades. Y, sobre todo, se sentiría más acompañado, después de haber sido escaneado, cacheado y despojado de sus zapatos, su cinturón y su dignidad en uno de esos controles de acceso que pitan si quien los atraviesa lleva encima un solo gramo de metal. Lo contaría uno al momento y se desahogaría. Y es que se siente uno muy solo cuando viaja en avión, y por eso pienso que la medida de autorizar en ellos los teléfonos móviles redundará en una sensación generalizada de alivio, de renacida fe en los resortes sentimentales que nos mantienen v

EN COLOMBIA

Qué felicidad, esta mañana, por haber aparcado a la primera, y al ladito mismo del trabajo. (Y qué pena de uno, por ponerse contento por estas cosas). *** Anoche, mientras dormía, un coche perseguido por la polícía derrapó en mi calle y se estrelló contra el edificio donde vivo. Yo ni me enteré. Esta mañana vi la huella de la frenada y el rastro de pintura metálica en la piedra del zócalo. Con un poco de esfuerzo, rescato del duermevela el vago recuerdo de un chirrido y una especie de trueno lejano, o el sonido de un desplome, como cuando un camión vuelca su carga. Tanto presumir de insomnio, tanto hablar de ello, y luego, cuando pasa algo realmente fuera de lo común, mi me cosco. Hay que admitirlo: dormía como un tronco, tal vez soñando con el maravilloso burdel de poblado minero que salía en The Claim , el extraño western de Michael Winterbotton que vi anoche, basado en The Mayor of Casterbridge de Thomas Hardy... Sigo las derivaciones de esta extraña cadena, y caigo en la cuenta

O SE SUICIDAN

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El azar que lleva de unos libros a otros me trae, después de la lectura de Vida y destino , la monumental novela antiestalinista de Vasili Grossman, el no menos impresionante Rusia y sus imperios , de Jean Meyer. Venía en uno de esos sacos de libros que de vez en cuando le dan a M.A., para sus tareas de reseñista. "Esto te puede interesar", me dice. Y tendría que haber dicho: "Esto terminará interesándote, lo sé, en cuanto se dé la coyuntura adecuada". Es uno de los efectos que esperamos del mero hecho de guardar ciertos libros que no destinamos a la lectura inmediata: algún día, lo sabemos, reclamarán sus derechos; y entonces los abriremos asombrados, y nos preguntaremos qué estábamos esperando para leerlos. El de Meyer no ha tenido que esperar tanto: después del testimonio literario de Grossman, esta documentada exposición de la sucesión de horrores en que ha consistido la historia de la Rusia soviética no hace sino avivar en mí el sentimiento de indignación. El p

CALAMAR

En la calle un martes por la noche. Qué rara esta extrañeza ante los bares vacíos, a la espera de esa clientela asidua que no conoce la luz del día y sólo sale de sus madrigueras al filo de la madrugada. Hasta no hace mucho me movía con soltura en ese mundo. Hoy ya no. Los comistrajos de barra, el alcohol extemporáneo y el olor a zotal me producen una incurable nostalgia del hogar. Ando rápido, deseando alcanzar el coche. No vaya a ser que, de alguna de estas puertas entreabiertas, salga una mano que me toque el hombro y me diga: "Hombre, José Manuel, cuánto tiempo. Pasa, pasa...". *** Quizá el rasgo definidor de la partitocracia española sea el absoluto predominio en ella del principio de selección negativa: se llega más lejos cuanto más inútil, más incompetente se es. Los únicos méritos que realmente computan son la desfachatez y la incontinencia verbal. Lo que, después de todo, no es del todo malo para el bien común: mejor que los inútiles sean apartados de los puestos de

A DOMICILIO

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Todo se reduce, me dice E., a llegar a entendimientos con gente con la que, al fin y al cabo, vas a tener que seguir tomándote cafés. Pero acaso sea mejor elegir bien con quién te tomas los cafés. *** Vino a mi trabajo a recoger las pruebas. Es la primera vez que me hacen este servicio a domicilio, lo que, en medio del abatimiento generalizado con el que he empezado la semana, me lleva a crecerme un poco y a darme alguna importancia. Le digo al conserje: "Va a venir un señor a recoger las pruebas de un libro mío. Hazlo pasar". Y, a la hora indicada, se presenta en mis dependencias un hombre entrado en años, con aire y ademanes de campesino. Hasta me parece que lleva una gorrilla doblada entre las manos. Pero quizá eso sean imaginaciones mías. No era, evidentemente, uno de esos genios de la informática capaces de estropear cualquier libro, por sencillo que sea de componer. Pero tampoco encajaba en la imagen añeja del obrero tipógrafo: pulcro, leído, concienciado, partidario de

OREJERAS

Días en que la vida transcurre únicamente en un plano exterior, y la poca o mucha actividad mental que se tiene (por ejemplo, la de rebatir, a efectos de higiene mental, la avalancha de mensajes biempensantes que cae sobre ti) apenas redunda en un pensamiento digno de ese nombre, una impresión valiosa, un detalle de realidad al que aferrarse. Puede decirse que hoy he andado por el mundo con orejeras, y por eso no he visto otra cosa que el angosto espacio en el que tenía que posar el siguiente paso. *** Digan lo que digan, el abuso de grandes palabras (o el simple dispendio de mayúsculas, tanto da) parece más propio de un régimen totalitario que de una democracia madura. *** "Hoy todo el mundo se rió en clase cuando el profesor dijo que Lancelot amaba a Ginebra. Creyeron que se refería a la bebida". "¿Y tú no dijiste nada?". "Cualquiera dice algo. Hubiera quedado como una pedante".

HIERBAS DE TODAS CLASES

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Formulo una tonta apetencia y, al rato, una desconocida que no podía estar al tanto de lo que yo acababa de decir pone en mis manos la golosina deseada. Por la mañana, en el coche, hablábamos de X. y de su sorprendente carrera política y, a los pocos segundos, oímos su nombre en labios del presidente del Gobierno, que la nombraba ministra... No, no es que uno tenga poderes sobrenaturales. Más bien tiene uno la sensación de tener el pensamiento tan despeluchado y la voluntad tan dispersa, que no hay nada de extraño en que la realidad, tanto la particular y privada como la pública, se prenda a cualquiera de las hilachas de discurso que uno va dejando por ahí. *** El acceso al pueblo estaba cortado por unas carreras de coches, por lo que, para volver a casa, hemos tenido que dar un largo rodeo. Había poco tráfico: todos los coches de la comarca parecían haberse concentrado en el lugar donde competían los prototipos más potentes de su género. En eso, las máquinas son como los seres human

FALDAS Y ESCOTES

Vaya por delante que a uno siempre le parece bien que cada cual reivindique las mejores condiciones para su trabajo. Y si las enfermeras de un conocido hospital gaditano dicen que, para hacer el suyo, preferirían vestir esa especie de pijama que visten sus compañeros masculinos, y no el conjunto de falda, blusa, delantal y cofia que les hace llevar la empresa, sus razones tendrán. Por el bien de todos, quiero suponer que la legislación sanitaria será lo suficientemente clara al respecto, y señalará qué clase de vestimenta es la apropiada para trabajar en un hospital, y cuál no. Y debería bastar con acudir a esa legislación para zanjar cualquier discusión al respecto. Pero las cosas no han ido por ahí, como ha denunciado el propio sindicato mayoritario en la empresa, que se ha mostrado alarmado ante la repercusión que la polémica ha tenido en diversos medios, tanto políticos como periodísticos. Y eso es precisamente lo llamativo del caso: que tantos y tan variados actores se hayan pronu

POESÍA DE LA EXPERIENCIA

No sé por qué, pienso en ciertas veleidades de la llamada poesía de la experiencia al leer estas líneas de Mihura: ...esto de las novias no lo digo por presumir. Todo lo que yo digo es absolutamente falso. *** Hacía meses que no lo intentaba. Pero ayer vio la ocasión propicia: mi hija se demoró más de la cuenta en despedir a una amiga, y K. salió corriendo y enfiló las escaleras como alma que lleva el diablo, o como si le hubieran puesto delante un ratón, el primero de su vida. Y yo, que no había querido asomarme para que aquella muchachita desconocida no me viera en zapatillas, hube de salir corriendo en pos de la gata. Llegué a la planta baja, sin encontrarla, e incluso bajé hasta la puerta del garaje, sin resultado. Entonces la oímos maullar desconsoladamente, a la puerta del vecino del primer piso; es decir, en lo más parecido que encontró a nuestra propia puerta, una vez perdidas las coordenadas... El corazón le palpitaba con fuerza. Pero lo más curioso es que, cuando la volvimos

VIENTO

No sé qué me parece más temible: que los dos principales partidos del país no consigan ponerse de acuerdo en nada, o que, de la noche a la mañana, parezcan estar dispuestos a ponerse de acuerdo en todo. Y es que los ciudadanos, a veces, cuando reclamamos "consenso", nos parecemos mucho a esas ranas que pedían rey en la fábula de Esopo. *** Me cito con J. para recoger las pruebas de lo que finalmente se llamará Señales de humo , la primera entrega (y puede que la última, quien sabe) en libro de este diario abierto (que es como se subtitulará). Trescientas cuarenta páginas: el libro más extenso, creo, que he publicado hasta ahora; y podría haberlo sido más, si no fuera porque he quitado muchas cosas que me parecían demasiado volanderas para desperdiciar papel en imprimirlas. Hojeo el tocho: hechas esas supresiones y corregidas algunas erratas y algún que otro error de bulto, no sé si el resultado es peor o mejor que lo que ha podido leerse en Internet. En todo caso, es algo

DE VUELTA

Es curioso que un viaje tan corto haya deparado tantas anécdotas; y más, cuando uno lo emprendió cansado y un poco a desgana. Ante el predicamento del que gozan los viajes, casi se siente uno culpable de que le gusten tan poco. Aunque tampoco sabría decir exactamente qué es lo que me disgusta de ellos. El tedio de los desplazamientos, quizá; o el desmesurado protagonismo que adquieren cosas que, en circunstancias normales, no ocupan todo el día nuestra mente: dónde comer, cómo organizarse el día, qué ver, dónde echar una siesta... Luego me alegro de haber vencido todos esos reparos y haber estado aquí y allá. Pero me cuesta. Y ahora me acuerdo de lo que pasó en el trayecto de regreso. En la entrada de anteayer hablaba de los talgos. Esos trenes se han acanallado un tanto en el último cuarto de siglo; por lo mismo que no han experimentado ninguna mejora, ni en prestaciones ni en comodidades. Antes, viajaba uno en talgo y se sentía todo un hombre de mundo. El tiempo y la desaparición de

EN LA LIBRERÍA

Y una historia que me dejé ayer en el tintero: la de esa mujer que entró como una tromba en la librería de viejo, donde sólo estábamos la dependienta y yo, y le pidió a ésta "algún libro del moro ese que escribe cosas filosóficas". Bueno, no recuerdo ahora si dijo moro, o indio, o qué. El caso es que la dependienta la entendió perfectamente: "Sí, Khalil Gibran. Tengo el libro que necesitas", le dijo, como si captara que aquella cliente no sólo buscaba un libro, sino algo de complicidad. Yo seguía a lo mío, subido a un taburete más bien inestable y trasteando en los estantes más altos, que es donde uno imagina siempre que el librero ha escondido sus mejores tesoros. Mientras, entreoía a las dos mujeres. La librera ponderaba las virtudes del librito en cuestión. "Son como cuentos", decía, "te van a encantar". La otra respondió que no eran para ella, sino para un hombre que la esperaba fuera, en una de las terrazas de la Corredera... "Me ha ped

APACHES

Siempre que viajo en Talgo relaciono este medio de transporte con los tiempos de Felipe González, cuando se inauguró la primera línea de AVE. Los talgos quedaron asimilados al nuevo invento, del que copiaron colores y diseño; y así quienes viajábamos desde provincias a las que no llegaba el tren ultrarápido nos hacíamos la ilusión de compartir esa modernidad apabullante. Nada ha cambiado desde entonces: seguramente, lo que los ferroviarios llaman "material rodante" ha sido renovado, pero uno tiene la impresión de que, varios lustros después, sigue viajando en aquellos mismos trenes, sólo que más viejos y deslucidos, y casi siempre atestados, ya que en este intervalo RENFE ha suprimido otros servicios y trayectos . Y eso es lo deprimente, en fin: la impresión de que uno ha envejecido con esos trenes; y que ni ellos ni yo somos mejores por eso. *** El taxista, como es preceptivo, lleva un teléfono "manos libres" en su vehículo. Lo llama su mujer. "Estoy de servic

AMISTADES

Amistades que nacen y amistades que agonizan. Lo peor de todo: el amargo saber que aportan estas últimas a las expectativas que podamos abrigar respecto a las primeras. *** Ante las que agonizan, cuántas vanas preguntas se hace uno, cuántos involuntarios agravios u omisiones busca uno con el secreto afán de asumir la parte de culpa que le corresponda, por tal de cuadrar el círculo de las causas que inevitablemente se le escapan. *** También una cosa es cierta: arden más rápido y se extinguen antes las amistades que parecían más intensas. Y no lamenta uno tanto la pérdida como la intimidad sacrificada, a partir de ahora susceptible de convertirse en mercancía de no se sabe qué almonedas, en materia de intercambio en no se sabe qué nuevos cambalaches confidenciales para ganar la complicidad de no se sabe qué extraños.

MENEAR EL RABO

Cuando la gata K. ocupa un sitio inconveniente , le pongo la mano en la barriga y la levanto en peso, para apartarla. La mayoría de las veces no se da por aludida: en cuanto toca el suelo con las patas sale corriendo y se entrega a otros quehaceres. Pero, en ocasiones, actúa como si quisiera recalcar lo que mi gesto tiene de ofensa. Deja el lomo arqueado, como si yo efectivamente la siguiera sosteniendo por el vientre, y sólo muy despacio se aviene a recuperar su posición habitual, no sin antes haberse sacudido la pelambre y lamido cuidadosamente las partes que yo he mancillado con mi mano. *** Hoy la pequeña biblioteca a la que debo las horas más gratas de mi rutina laboral no ha querido desilusionarme: todos han interpretado su papel a la perfección. En la mesa de acá, un corrillo cuchicheaba y hacía como si estudiara inglés; en el otro extremo, un chico mayor, serio y estirado, completaba concienzudamente unos apuntes. Mientras, un muchachito reconcentrado rebuscaba por los estante

UN CALDITO

Tenemos una hora para almorzar, y vamos a tiro hecho a cierto figón pulcro y arregladito que yo me sé, y que publicitaba en su cartelón exterior algunos de esos platos populares a los que yo no les hago ascos precisamente. Pero, cuando entramos en el comedor, nos recibe la pantalla inmensa de uno de esos televisores panorámicos con sonido envolvente, de cuyo influjo nadie puede escapar. Volvemos sobre nuestros propios pasos, ante las narices ofendidas del camarero y de la que debe de ser la dueña, que oficia desde detrás del fogón. Debería uno haberle dicho que se iba de allí porque no soporta comer con ruido; pero eso hubiera sido ponérselo muy fácil: había allí dos largas mesas ocupadas por quienes debían de ser miembros del muy respetable gremio de la construcción, a los que el estruendo no parecía molestarles lo más mínimo. Y entonces dice M.A.: "¿Por qué no vamos al marroquí de la plaza X.? No está muy lejos, y siempre podrán ponernos una pastela, o un pinchito...". Allí