AHORRO

Cosas así se le ocurren a uno cuando escucha a los apóstoles de la nueva religión de la austeridad y el ahorro. Y, como todas las fantasías, éstas duran lo que el acto de imaginarlas: en cuanto despertamos, comprendemos que no merece la pena recorrer dos manzanas para ahorrarse unos céntimos en lo que podemos comprar al lado de casa, o que no puede uno conducir siempre como un piloto automático. Además, pensamos, rara vez tiene uno la ocasión de constatar el ahorro en términos contantes y sonantes. Si la barra de pan nos ha costado cinco céntimos menos en el colmado de hoy, nadie sale corriendo a depositar esos cinco céntimos en la hucha; más bien, la sensación de ganancia nos animará quizá a gastar un par de euros en una caña de cerveza, o en un clavel para la solapa. Los ahorros menores, lo saben los comerciantes sagaces, no son más que estímulos para gastar más. Por eso no hay supermercado que no ofrezca descuentos, algunos realmente sorprendentes. Si fuéramos tan listos como para abastecernos sólo con éstos, ahorraríamos mucho. Pero andar con tales miramientos ensombrece el ánimo y acaba creándonos una onerosa mala conciencia de avaro.
Otra cosa sucede con los auténticos pobres, los que acrecientan las colas de los comedores de caridad. Pero con ellos no va ese cuento consolador de que cada vez que gastamos seis mil euros, pongo por caso, de una manera sabia, ahorramos doscientos.
Publicado el pasado martes en Diario de Cádiz
Comentarios