HOMBRES-ANUNCIO

Dicen que el decreto pretende acabar con la indignidad que supone utilizar un cuerpo humano como soporte publicitario. Pero a mí no me parece más indigno pasear un cartel por la Gran Vía que aparecer en calzoncillos en la contraportada de una revista. Todos somos anuncios de nosotros mismos y de aquello con lo que nos procuramos el sustento. De lo contrario, no se explicaría por qué adquirimos la cara y las hechuras del oficio al que nos dedicamos: por qué a los ejecutivos se les pone cara de águilas de Wall Street, aunque ejerzan en Zamora, o por qué todos los maestros de escuela terminan pareciéndose a los actores que hacen de maestros en las películas. Tengo un amigo que, cuando va a una playa nudista, se distrae adivinando el oficio de la gente que ve. Todos están desnudos, de modo que ninguno presenta signos externos de su dedicación. Pero mi amigo dice: “Ése trabaja en un banco”, y si, por casualidad, logramos acercarnos al aludido lo suficiente para entreoír su conversación, comprobamos que, efectivamente, habla de cosas relacionadas con el oficio que acaban de atribuirle.
Pese a lo dicho, reconozco que no es lo mismo encarnar un tipo profesional que transportar por las calles un cartel de tal o cual negocio. Y la diferencia estriba en que, en el primer caso, el disfraz es inseparable de la epidermis, mientras que en el hombre-anuncio queda manifiesto que el reclamo no tiene nada que ver con quien lo lleva, y que éste se limita a transportarlo. Eso es quizá lo que molesta del hombre-anuncio: sabemos que le importa un bledo aquello que le da de comer. Y que, si pudiera, arrojaría el letrero a una alcantarilla y saldría corriendo. Todo hombre-anuncio sueña con hacerlo. Y todos lo hacen, más tarde o más temprano. Porque ésa es la enseñanza de las crisis: una vez se toca fondo, no cabe más que remontar.
Publicado el martes en Diario de Cádiz
Comentarios
Un saludo,
Eduardo Flores.
Saludos.