GALLO

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Me siento a leer al sol en el mirador, donde los viejos, y termino pegando la hebra con ellos. Cuenta uno que tiene ya lista la tierra para sembrar las patatas, y el otro le advierte que no se precipite, porque la papa, si barrunta (fríos, se entiende), no sale. Y siento una inesperada simpatía hacia este, pese a las apariencias, delicado vegetal que, como todos estos viejos congregados bajo el sol de febrero, teme no resistir la próxima helada.
Uno también barrunta fríos por venir, y aprovecha esta primavera sobrevenida para empaparse de sol y para cauterizarse la garganta lastimada. Aunque no quiero disimular del todo mi tos persistente, que es como mi salvoconducto para estar aquí, y con esta compañía.
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En la tarde del martes, lección práctica de agricultura. L., un vecino de J.A.M., ha venido a la huerta de éste a injertar unas ramas de peral en unos improductivos troncos de almendros amargos. Contenemos la respiración al verlo hacer sus incisiones, mantenerlas abiertas con pequeñas y afiladas varillas de madera de espino (que es la madera, recuerdo ahora, de la que están fabricados los instrumentos de los hechiceros) y fijar los brotes de peral, que luego ata con un trozo de cuerda y cubre con una especie de cera protectora. Para agasajar al vecino servicial, J.A.M. ha bajado a la huerta una botella de Cardenal Mendoza, que en pocos minutos crea entre los congregados un inesperado clima de camaradería. Sabiéndose entre pintores y un escritor, L. se declara a su vez entendido en flamenco, y da cuenta de sus andanzas en calidad de miembro de diversos jurados de concursos de cante. En uno de ellos, cuenta, coincidió con el escritor gaditano F.Q., de quien J.A.M. rápidamente comenta que fue amigo de quien esto escribe. "Entonces -dice L.- no te extrañará lo que te voy a contar". Y me dice que, participando ambos, el gaditano y él, en el jurado de cierto certamen flamenco en un pueblo de la sierra, el escritor se quejó del frío y exigió que le trajeran una manta. Y alguien, no se sabe si por servicialidad o por gastarle una broma chusca al quejica, se presentó en el local con una manta de caballo, maloliente y llena de agujeros. El escritor la dobló en dos y se envolvió en ella. Y al rato dijo a la expectante concurrencia: "Apesta a caballo, pero qué a gustito se está".
Certifico la verosimilitud del cuento, mientras comprobamos que la oscuridad hace ya irreconocibles las formas de la huerta. L. se despide, haciendo profesiones de amistad eterna y reiterando lo "encantado" que está de conocernos, a mí y al otro invitado de J.A.M. Y entonces caigo en la cuenta de que no me ha reconocido; de que no recuerda que fui yo quien, en verano, le dio las quejas por cierto gallo ronco y despistado que se pasaba la noche cacareando sin ton ni son. Su respuesta entonces fue un tanto desabrida: "Bueno, pues habrá que echarlo a la olla". Al gallo no se le volvió a escuchar, lo que hizo que durante semanas anduviera yo con la mala conciencia de haber provocado su ruina... Antes de que L. se vaya, le refresco la memoria. Me tranquiliza: se limitó a llevárselo a otro gallinero, donde no molestara.
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