PUERTO HURRACO

Quizá no tendría que haber escrito este artículo, porque supongo que los aludidos en él tienen derecho a que se les olvide, y la última noticia referida al caso –el suicidio por ahorcamiento del último de los condenados– es ya de por sí lo bastante triste. Pero hojea uno la prensa dominical y, en medio del sostenido bostezo que produce la actualidad nacional, lo único que resiste una lectura serena y distanciada es esta noticia. Ha muerto, veinte años después de la célebre matanza, el último de los asesinos de Puerto Hurraco. Todo el mundo recuerda el caso. Después de incubar durante años un odio referido a oscuros conflictos de lindes, a unos amores contrariados, incluso a la muerte nunca aclarada de la madre de los futuros asesinos, un domingo de agosto de 1990 éstos se armaron hasta los dientes y mataron a nueve vecinos de su pueblo. Los crímenes horribles no son privativos de ninguna región o país ni de ninguna forma de vida particular. Ocurren en todas partes, y en todas partes op