EL HONDÓN

Guarda uno todavía, del reciente viaje, una cierta saturación museística y pictórica. Por eso no sé si hago bien en acudir a esta exposición de mi amigo Manolo Morgado, en el claustro del antiguo Convento de los Capuchinos, en Ubrique. Traigo, por así decirlo, la vista cansada y la conciencia escéptica. Y no, como bromean los amigos aquí congregados, por estar recién llegado de Londón -como ellos dicen, para que suene como El Hondón, que es un paraje cercano-, sino por todo lo contrario: porque la experiencia de la pintura viva, todavía no consagrada por los libros de historia, es siempre más intensa y arriesgada que el cómodo asentimiento a los valores reconocidos. Se planta uno ante un Turner, por ejemplo, y puede uno poner en suspenso todas sus cautelas y entregarse a la admiración sin reservas: lo que tiene uno delante es una obra maestra garantizada, no hay posibilidad de error. Y aunque el deslumbramiento sea sincero (y lo fue más, contaba el otro día, porque acababa de pasearme entre los cachivaches expuestos en la Tate Modern, el equivalente londinense a nuestro Reina Sofía), opera sobre cauces trillados, y se alza sobre una abrumadora montaña de deslumbramientos previos. Uno quisiera remontarse a los primeros, a los de quienes superaron los recelos al uso contra la novedad que representaba ese pintor y supieron apreciarlo como es debido. Y quizá, pienso ahora, la única manera de recuperar esa sensación primigenia sea justo ésta: acudir a la exposición de un pintor actual poco conocido, muy modesto en sus pretensiones, y muy escéptico también -o, más bien, desinteresado- respecto a sus opciones de ir más allá de lo que hace, de deslumbrar a otros que no sean sus amigos, de recibir otro reconocimiento que no sea el de cada uno de los que se acercan a certificar ese milagro siempre un poco incomprensible de que uno de los nuestros, por así decirlo, un amigo con el que hemos comido, bebido y bromeado, sea el autor de unas pinturas que nos emocionan, nos intrigan, nos hacen pensar.

Así que aquí estoy, en el patio de este acogedor convento desacralizado, de cuyas paredes cuelgan cuarenta y cinco cuadros de mi amigo. Su estilo es inconfundible. Tiene, como muy bien ha dicho la profesora que ha leído unas palabras introductorias, claras influencias impresionistas, expresionistas y fauvistas; es decir, de ese singular momento en la historia de la pintura occidental en la que ésta buscaba desesperadamente emanciparse de la gran tradición académica previa, pero sin decidirse aún a arrojarse de cabeza al pozo sin fondo de la vanguardia. A Manolo Morgado le cuadra muy bien esa coyuntura histórica, porque él es también, ante todo, un pintor figurativo, pero es también un pintor al que no le tienta el academicismo, mucho menos en su actual y desairada pervivencia como pintura decorativa, costumbrista, localista, etc., que no proporciona gloria o notoriedad a sus cultivadores, pero les asegura un holgado pasar.

No. A Manolo me lo define un amigo común como "un hombre muy nervioso". Y lo es en un sentido: pinta rápido, y lo hace imparablemente, sin darse tregua ni dársela a sus modelos. Y ni siquiera eso le basta para matar el gusanillo de la impaciencia, el afán de que no se le escapa nada: pinta en el campo, por ejemplo, y abandona el cuadro porque ha visto unos espárragos, y se ha agachado a cortarlos, y luego le ha podido el afán y ha seguido rastreando el apetitoso brote por aquí y por allá. Para descubrir, cuando vuelve al cuadro, que éste ya estaba terminado, o casi, y sólo le quedaban unos retoques, y la llamada a abandonarlo no era tanto un rasgo de hiperactividad o nerviosismo como el imperativo con el que la obra reclama que se la dé por acabada. Para un artista es importante saber reconocer ese momento, y no ahogar lo ya logrado por un excesivo afán perfeccionista o, simplemente, por no saber ahorrarse la pincelada que mata, el adjetivo que estropea definitivamente un párrafo, el verso de más.

Manolo Morgado es rápido y certero. Lo mismo acierta en la caracterización de los singulares personajes (viajeros, bebedores, lectoras, etc.) que descubre en la realidad, que en la creación de las complicadas tramas visuales en las que a veces se resuelve esa realidad. Y como uno viene viajado, y acaba de estar en
el Londón, le espeta que algunas de sus composiciones recuerdan, en su abigarramiento, la pintura de Pollock; sólo que, donde éste hace garabatos -garabatos a veces muy sugerentes y misteriosos, todo hay que decirlo-, este amigo nuestro añade detalles, aporta rasgos caracterizadores, construye atmósferas, crea un mundo que, en definitiva, se parece a la realidad, o le da la réplica adecuada.

Luego comimos y bebimos, y todas estas cosas pasaron a un segundo plano. El arte es largo y además no importa, podría ser la divisa de estos pintores vitalistas y un tanto excesivos a los que tanto frecuento últimamente. Prefiero su trato, todo hay que decirlo, al de los escritores. Con ellos no hay recelo posible, ni envidia, ni el doble juego de disimular lo mismo la admiración sincera que el apesadumbrado reconocimiento de la incapacidad. Me aportan más ideas respecto a mi propio trabajo que la mayoría de los colegas con los que he tenido ocasión de hablar de las preocupaciones comunes. Ya casi me considero pintor honorario. Aquí, más cerca de El Hondón que de Londón. Y me gusta.

Comentarios

fondo negro ha dicho que…
Me ha encantado tu entrada sobre mi exposición, muy acertados tus juicios sobre todo de esa forma mía de ser, de impaciencias y nerviosismos que luego reflejo en mi obra.Y lo mejor de estos eventos, sin duda, el poder compartir un rato de risas con los amigos. Por cierto que los pintores de este entorno, estamos encantado de tenerte también como otro pintor y colega.

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