Quizá todo se reduzca a que no sabemos envejecer, sobrellevar con paciencia esa especie de conformidad contemplativa que caracteriza, por ejemplo, a los viejos de los pueblos, ésos que visten pantalones de sarga y anacrónicos sombreros que ni siquiera son de su tiempo -que parecen, más bien, exclusivos de ese tiempo sin tiempo de los viejos-, y se pasan la mañana sentados al sol, cuando luce, o en la mesa camilla. Llegamos ahora a la edad de jubilación con ímpetus propios de un adolescente, y con planes similares a los de éstos, aunque mejor provistos de fondos con los que satisfacerlos; y así resulta que, a la edad en la que uno debería sentirse feliz ante la perspectiva de no hacer nada, o tener tiempo para jugar con los nietos, se impone uno el propósito de hacer todos los viajes que quiso hacer y no pudo cuando tenía otras obligaciones, o escribir el libro que dejó para mejor ocasión cuando le atenazaban otras urgencias, o incluso enamorarse... No digo que nada de eso esté mal, p