En la playa, a primera hora de la mañana, un hombre sentado en una silla plegable, entre dos cañas de pescar con los aparejos tendidos al mar en calma. Hace un frío intenso, cortante, impropio de la estación, y se me antoja que, por muy abrigado que ese hombre esté, es imposible que ahí, sentado a la intemperie, el frío no termine calándole hasta los huesos. Aunque se me ocurre que este poco piadoso pensamiento mío viene dictado por el rencor que el hombre ocupado, sacado de la cama por sus obligaciones, siente hacia el ocioso que, simplemente, dispone de su tiempo a su antojo. Y justo cuando llego a su altura, por la acera del Paseo Marítimo, veo que el pescador deja su asiento y comprueba algo en una de las dos cañas. Ese movimiento en apariencia inútil me confirma mi impresión de que el frío hace mella en él, y que por eso se levanta, para infundir un poco de calor en sus miembros. Pero no: hecha su comprobación, vuelve a repantigarse en su silla, en plena intemperie, de cara al