SIMULACROS

Después de aparcar, como faltan veinte minutos para la hora de entrada al trabajo, me quedo en el coche escuchando la radio. Con el rabillo del ojo, reconozco en la acera de enfrente a un compañero que hace lo mismo. Los dos vivimos en las afueras y llegamos con tanta antelación en previsión de posibles complicaciones del tráfico o dificultades para encontrar aparcamiento. Somos casi siempre los primeros en arribar al trabajo y a veces empleamos esos minutos de adelanto en charlar de asuntos diversos: ayer, por ejemplo, comentábamos la muerte de Lou Reed. Se da el caso también de que este compañero mío es persona leída -tanto, en fin, que hasta ha leído algunos libros míos- y conoce a algunos personajes del gremio, de los que a veces me cuenta discretísimas anécdotas, adobadas con un punto de respetuosa ironía. Una de esas confidencias suyas tuvo el efecto de hacerme soñar el otro día con cierto crítico literario al que él había saludado recientemente en unas jornadas del ramo, y que