No sé, puede que fuera efecto del calorcito que emanaba del aparato de aire acondicionado, o de haber delegado la responsabilidad de la actividad escolar que estábamos llevando a cabo -la lectura en voz alta de un cuento, en la biblioteca- en mis dos compañeras, que eran quienes marcaban los turnos y amonestaban a los distraídos. El caso es que me estaba dejando llevar por el runrún, por el vago interés que despertaba en mí el cuento -uno de Ana María Matute-, por lo agradable de la temperatura, incluso por una sobrevenida sensación de limpieza corporal que no sé a qué atribuir, porque no hay novedad ninguna en el hecho de que, en las primeras horas de la mañana, acuse aún los efectos benéficos de la ducha tomada nada más levantarme. El caso es que, de pronto, me siento inexplicablemente relajado, libre de apremios, cómodo y abrigado en mi algo despeluchado jersey de lana, e inusitadamente despierto y consciente de mi propia persona, de la luz que entra por los ventanales, de la pre