Se me mezcla con el sueño el fragor del temporal que resuena afuera. Que, sin embargo, no llega a desvelarme. Duermo, más bien, con una sensación añadida de seguridad, como si la tormenta fuera, no una amenaza cierta, sino una especie de despliegue defensivo de mí mismo contra otras amenazas que quedan del otro lado de la propia tormenta. Acompasada al ritmo de mi sueño, la tormenta es mi cáscara, mi capa protectora, mi coraza. La gobierno con mi respiración, por así decirlo. Y esa parte callada y recóndita de mí que no se encrespa ni aúlla ni doblega las palmeras del paseo marítimo ni alza olas ridículamente furiosas contra la escollera es mi yo esencial, el que duerme y sueña mientras el otro ruge. *** Revisando apuntes de este cuaderno de hace cinco o seis años, descubro una horrenda falta de ortografía; y descubro, sobre todo, mi espanto y vergüenza de que esa falta haya estado ahí, a la vista de todos, durante años. No creo que sea la única: cada vez que reviso un tramo de