El cuarto estaba en uno de los dos patios, el más pequeño y menesteroso, de aquella casa antigua. Me lo habían alquilado por cuatro mil pesetas al mes. Era mi primer espacio propio y yo lo llamaba pomposamente "mi estudio", porque sólo me servía para pasar allí las tardes, leyendo, escribiendo o recibiendo a amigos. También servía para otros menesteres, claro, pero mentiría si anotara aquí, presuntuosamente, que ése era su principal uso. Casi nunca me quedaba a dormir allí, porque no tenía agua corriente, aunque en el patio había un pequeño retrete comunitario que ya no usaba ningún otro vecino, y que por tanto estaba a mi entera disposición. Cuando mis padres, recuerdo, en un esfuerzo de contemporización, fueron a ver el apaño al que se había acogido su hijo, se llevaron un gran disgusto: me reprocharon, justamente, que me hubiera ido a esconder en semejante cuchitril, cuando en su piso disponía de una habitación limpia y luminosa. Reconozco que nunca he sabido ser demasia