DESNUDEZ: UN DECÁLOGO
Nacemos desnudos y quedamos en disposición de ser desnudados cuando morimos. Que, en el intervalo, la desnudez esté fuertemente connotada por la voluntad de placer obedece evidentemente a un calculado olvido de esas otras dos circunstancias.
La primera mujer que descubre sus pechos en la playa al llegar el buen tiempo tiene algo de pionera. Cuando se le suman otras y acotan, como suele suceder, todo un tramo de playa, ya están dados los ingredientes para la constitución de un deseable estado utópico a medio camino entre el paraíso terrenal y el reino de las amazonas.
Hay quien, después de desnudarse al aire libre, siente un irrefrenable impulso de bailar.
Siempre queda algo de niñez demorada en la redondez inocentona de las nalgas.
En las playas con espacio suficiente, la desnudez nos hace equidistantes.
Por lo mismo, un cuerpo desnudo bajo el sol y contemplado a una distancia de, pongamos, veinte o treinta metros parece siempre hecho de materia gaseosa.
Hay cuerpos a los que la ropa no termina nunca de adaptarse; y no por cuestiones de hechura defectuosa, sino porque, en ellos, la piel es ya un vestido y sobra todo lo demás.
Una vez establecidas ciertas confianzas, vestirse delante de alguien da siempre mucha más vergüenza que permanecer desnudo.
Hay prendas de vestir que añaden sólo un énfasis.
No creo en la superioridad de unas culturas sobre otras, pero a la tradición judeocristiana le concederé siempre el beneficio de la duda por habernos imaginado desnudos en el paraíso.
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La primera mujer que descubre sus pechos en la playa al llegar el buen tiempo tiene algo de pionera. Cuando se le suman otras y acotan, como suele suceder, todo un tramo de playa, ya están dados los ingredientes para la constitución de un deseable estado utópico a medio camino entre el paraíso terrenal y el reino de las amazonas.
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Hay quien, después de desnudarse al aire libre, siente un irrefrenable impulso de bailar.
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Siempre queda algo de niñez demorada en la redondez inocentona de las nalgas.
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En las playas con espacio suficiente, la desnudez nos hace equidistantes.
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Por lo mismo, un cuerpo desnudo bajo el sol y contemplado a una distancia de, pongamos, veinte o treinta metros parece siempre hecho de materia gaseosa.
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Hay cuerpos a los que la ropa no termina nunca de adaptarse; y no por cuestiones de hechura defectuosa, sino porque, en ellos, la piel es ya un vestido y sobra todo lo demás.
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Una vez establecidas ciertas confianzas, vestirse delante de alguien da siempre mucha más vergüenza que permanecer desnudo.
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Hay prendas de vestir que añaden sólo un énfasis.
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No creo en la superioridad de unas culturas sobre otras, pero a la tradición judeocristiana le concederé siempre el beneficio de la duda por habernos imaginado desnudos en el paraíso.
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