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Mostrando entradas de agosto, 2014

AQUELLAS BELLEZAS

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Aquellas bellezas de los años sesenta / setenta: delgaduchas, desinhibidas, aniñadas, algo desdibujadas y un tanto turbias. Su equivalente español fueron las animosas actrices del destape , a las que quizá la posteridad ha tratado con más dureza de la necesaria, porque sus referentes foráneos -pienso en Britt Eckland o en Sydne Rome, a las que acabo de ver en dos películas infumables, The Bobo  de Robert Parrish y What? de Roman Polanski- no eran necesariamente mejores actrices ni tuvieron más suerte con los papeles con los que les tocó bregar... Las ve uno ahora como a lejanas primas mayores que quizá no han envejecido del todo bien, y a las que, con los años, el empeño de desmentir lo que fueron las ha vuelto un poco coriáceas, cuando no abiertamente reaccionarias, en contraste con la imagen que dieron en sus días de plenitud.  Anoto aquí la impresión que me causa Sydne Rome en la mencionada película de Polanski: después de haber recorrido medio mundo en autostop y sin percances

DIARISTA

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El operario que nos ha enviado la compañía de seguros para reparar las humedades del techo del baño es también, por necesidad, un consumado diarista. Nada más llegar, anota en el parte: "Llegada: 9.10". Luego pone manos a la obra y, hora y media más tarde, vuelve a anotar: "10.40: terminado el resanado del techo. Dejo secar y marcho a otro servicio. Vuelvo después de almorzar". Efectivamente, a eso de las cuatro de la tarde lo tengo de nuevo en casa. Unos cuarenta y cinco minutos después anota: "Lijado medio techo; el otro no se puede porque está todavía fresco el emplaste". Y así. Pienso que a este minucioso anotador de todos sus actos le habrá asaltado alguna vez la tentación de añadir detalles que van más allá de lo exigido por el protocolo por el que rinde cuentas de su trabajo; que alguna vez le habrá apetecido anotar que hacía frío o calor, que el inquilino de la casa era hablador o taciturno, que el ama de casa que le había abierto la puerta era g

MÁRGENES

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Compara Thoreau en sus diarios el "margen de ocio" que un hombre se permite en su vida con el margen en blanco de una página impresa: ambos igualmente necesarios y bellos, se supone que para el realce o la puesta en valor de lo que queda dentro; o quizá al contrario: lo de dentro, la caja de texto o el magma de la vida ocupada, sólo está ahí quizá para autorizar el lujo que supone ese espacio en blanco al que el hombre consagra lo mejor de sus energías o en el que la imaginación del lector vuela más allá de la lectura. Y lo curioso de todo esto es que lo leo en una de esas meritorias ediciones baratas norteamericanas que hacen virtud del hecho de dedicar apenas medio centímetro de mal papel a enmarcar el texto. Valga lo uno por lo otro: la menesterosa sobriedad de esta edición por el luminoso y bien aireado mensaje que contiene. *** La llegada del perro de C. a casa: temíamos que se lanzaría inmediatamente a perseguir a K., como lo habíamos visto hacer con algún que ot

DEMONIOS

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Coincidiendo con mi deseo de desconexión de eso que llaman "actualidad", la pequeña radio que teníamos en la cocina se averió -creo que lo he anotado ya- al principio de las vacaciones. Una curiosa avería, en cualquier caso: la ruedecita que regulaba el volumen dejó de funcionar, con lo que el aparato literalmente vociferaba, sin que fuera posible aminorar la intensidad del ruido. Toda una metáfora, en fin, de lo que supone dejar abierta una ventana de la casa de uno a los demonios de fuera. Nos hemos pasado todo el verano sin radio. Y ahora que empiezo a entrever la vuelta a los madrugones y los desabridos desayunos en la cocina silenciosa, he comprado otra radio. Porque incluso los demonios, en según qué circunstancias, acompañan. *** También compré, en la misma tacada, cuatro cedés, un paquete de velas, unos aceites aromáticos y unas varas de incienso -por eso de los sahumerios para espantar a los ya mencionados demonios-, un ratón para el portátil, un frasquito d

NO-HAY-POSTRE

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Este año no está siendo efectiva mi cura veraniega de desconexión de la realidad. Valía, quizá, cuando ésta era lo suficientemente inane por estas fechas para que los periódicos de agosto adelgazaran hasta extremos que te hacían pensar si no te estaban estafando por mantener el mismo precio que el resto del año. Pero ya no. Extrañas guerras milenaristas, epidemias medievales, descomposición general del sistema de coordenadas cívicas en el que más o menos habíamos confiado hasta hoy: incluso manteniendo un severo veto a todos los boletines informativos, y no encendiendo la radio o el televisor para otra cosa que no sea oír música o ver películas, todo esto acaba infiltrándose y, lo que es peor, impregnando poco a poco incluso la tonalidad anímica con la que uno afronta estos días dedicados exclusivamente a la privacidad. Se dirá que esta queja es muy egoísta, pero, en todo caso, no creo que lo sea más que aprovechar las mencionadas calamidades para engolar la voz y revestir de indigna

EN EL ESTUDIO DE R.D.

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En el estudio de Rafael Domínguez . Igual que un escritor se retrata en su biblioteca, a un pintor no termina uno de verle las vueltas, o de entender su mundo, hasta que no entra en su estudio. Por eso se agradece el acto de confianza que supone que uno de ellos –aunque amigo y vecino, como es el caso– te invite a visitar el suyo. Conocíamos algo de la pintura de Rafael Domínguez, pero intuíamos que este hombre tímido y reservado, que no levanta nunca la voz, tenía un trasfondo que iba más allá de las pulcras vistas de ciudad, un poco al estilo de la pintura urbana de los ochenta, que le habíamos visto en alguna exposición, o sus paisajes rurales, también resueltos desde una cierta mirada distanciada y fría, como si esos otros cuadros suyos en los que predomina la textura impenetrable del metal y el asfalto le hubiesen enseñado a detenerse en la superficie de las cosas, a no dejarse tentar por la algo tramposa invitación al lirismo que encierra siempre la mera pintura de terruño cuan

COMPRAS

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En el pueblo, buscando un pebetero para quemar alhucema, lo que nos lleva al taller de una ceramista local y luego al bazar donde venden las candelas. Distraemos el tiempo con estas pequeñas tramas fútiles, casi impensables en esos otros días en los que el gasto de tiempo está predeterminado por las obligaciones... Y luego, en casa, mientras nos llegan las primeras emanaciones purificadoras del sahumerio, pienso en todo aquello que me gustaría que se llevaran consigo: fantasmas de dentro y fuera; las voces de los vecinos molestos que atruenan en la calle y esas otras voces, no menos fastidiosas, que se desgañitan dentro de uno. Humo, humo. Y a respirar un aire más limpio. *** Le preguntamos a la herboristera para qué sirven estas tiras de pomelo desecado que vende en bolsas. Nos dice que hay quien las toma para la digestión; y no me atrevo a decirle que lo que me ha atraído de ellas es la posibilidad de utilizarlas para aromatizar los gin-tonics ...  *** Tomates. Los mejore

LASITUDES

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Quién lo diría: el burro se ha convertido en un animal ornamental. O, al menos, eso parece el que encontramos tras un cercado junto a la senda que hemos recorrido esta mañana: un adorno del campo, una criatura de inmensos ojos limpios, que acaso espera de los paseantes que le acerquemos algún brote tierno que mordisquear, no porque a él le falten en su parcela, sino por mero impulso amistoso, y por una curiosidad más digna de un gato que de un animal al que una obstinada tradición considera estólido y estúpido. No, no había exageración en la descripción que J.R.J. hace de su burrillo en el capítulo primero de su famoso libro: también éste parece de algodón, aunque esa impresión de muñeco blando queda contrarrestada por una cierta prestancia selvática, realzada por la limpia raya negra que le recorre el dorso del cuello y el lomo. Quisiéramos haberle dado algo dulce y limpio también: quizá una mandarina. Pero no llevo nada, y me limito a acariciarle la testuz y a seguir mi camino.

RIEGO

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El olor del agua de riego sobre la piedra recalentada, al atardecer. Mientras el amigo S. refresca la terraza de su restaurante, de cara a la inminente hora de la cena, me acuerdo de cuando yo mismo hacía lo propio en el porche de la casa de Bocaleones en la que pasábamos los veranos cuando C. era una niña y nosotros todavía unos treintañeros nerviosos y volátiles, casi abonados a tiempo completo a esa hora dura de la tarde en la que parecía imposible que el calor fuera a remitir, por más que uno pusiera su mejor voluntad en aplacar la flama con el chorro de una manguera. Olía como cuando, a finales de agosto, un chaparrón repentino venía a recordarnos que el otoño se acercaba. Y siempre tenía uno la impresión de haberse dejado ganar por la impaciencia, y de que acaso el riego hubiera sido más efectivo una hora más tarde, con el sol ya a punto de ocultarse tras la línea del horizonte. Pero era una cuestión de empeño, fruto de ese ligero empecinamiento de quien se levanta de la siesta

A VECES

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Vivo en la casa y también en el reflejo de la casa, y la verdad es que no sé cuál de esas dos existencias me gusta más. Arriba soy sólido y opaco, tengo sombra y obstaculizo la circulación del aire. Abajo soy fluido y transparente, tiemblo con el temblor del agua y me borro cuando una conjunción de factores que no controlo –por ejemplo, que el sol se nuble, o que un viento rice la superficie de las aguas– borra la totalidad del reflejo que habito y vuelve el agua momentáneamente opaca, como yo arriba.  A veces me recreo en imaginar que cambio las tornas, y que es mi yo denso y opaco el que se hunde en las aguas, mientras mi reflejo incorpóreo se eleva… Pero eso sólo ocurre en los días malos; quiero decir: en los días en los que no me siento ni aquí ni allá, no sé si me explico.  (Texto escrito para el cuadro de José Alberto López que se muestra en la ilustración, perteneciente a la exposición "Al este de Atlántida", que se ha inaugurado hoy miércoles y puede verse en

JURISPRUDENCIA

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Llega gente de fuera a este pequeño microcosmos nuestro; o mejor sería decir: gente de otros microcosmos también nuestros, pero quizá momentáneamente postergados por esa limitación humana que nos circunscribe a un tiempo exclusivamente lineal y a un espacio sin saltos ni discontinuidades. Echamos mano de la memoria y de la imaginación para salvar lo que percibimos como una burda simplificación de la experiencia; y también, a veces, de las elasticidades de la vida social; sin considerar que ciertas promiscuidades atentan directamente contra la razón de ser de esta querencia nuestra a trasvasarnos a otras esferas distintas de la realidad, que no es otra que garantizar que, en el trasvase, dejamos atrás todo un modo de ser para adquirir uno distinto, el exclusivo de la nueva esfera. Por eso conviene cerrar la puerta tras nosotros. O no: a veces se cansa uno de llevar una vida demasiado atomizada, que exige demasiados cambios de disfraz y demasiados reajustes de la propia conciencia. Pa