LA CHAIR EST TRISTE

Ya en nuestro primer paseo por Silves, reparo en un par de comercios que parecen ropavejerías o modestas tiendas de antigüedades, y que me llaman la atención por mostrar en el escaparate, entre otras muchas cosas, algunas pilas de libros. En el rótulo lucen la poética inscripción "Castillo de Sueños", que es el nombre de la asociación benéfica local que los regenta. No me hago muchas ilusiones sobre la clase de libros que puedo encontrar en ellos: por lo que atisbo, decenas de malas novelas de quiosco en inglés y otros idiomas, de las que, por su abundancia, se han convertido en una especie de elemento decorativo de muchos establecimientos turísticos, en los que tal vez se acumulan por el descuido más o menos intencionado de los viajeros que las van olvidando o abandonando aquí y allá. Deben de ser muy populares en sus países de origen. En Gibraltar, recuerdo, hay una enorme librería de viejo en la que prácticamente no se encuentra otra cosa. E igualmente he ido tropezando con ellas en decenas de casas o apartamentos de alquiler para turistas, aquí y allá. Pero uno es inasequible al desaliento, y nunca descarta la posibilidad de que, entre tanto libro absurdo o ilegible, haya por casualidad uno valioso. Así que me hago el propósito de examinar a fondo la provisión que se acumula en estas beneméritas traperías, tan melancólicas acaso como la propia población en la que han surgido.

Es lo primero que hago el lunes por la mañana: una de ellas, la que parece más grande y mejor dotada, sigue cerrada; pero la otra está abierta, así que cruzo el umbral, esquivo cuidadosamente las inestables tarimas llenas de vasos desparejados y los percheros cargados de prendas lustrosas y alcanzo el rincón donde se amontonan los libros. Es más amplio -y, por tanto, más prometedor- de lo que parecía desde fuera, y enseguida me trae a la memoria otros lugares similares donde he encontrado algunos de los libros de mi propiedad que más aprecio.

Pero la ilusión dura poco. Decenas, centenares, de noveluchas, casi todas en inglés, aunque también las hay en alemán y francés; también muchas novelas juveniles -de las que mandan leer en los colegios, supongo, y luego son rápidamente desechadas por sus propietarios- en portugués; y, curiosamente, ni un sólo libro en español: se ve que los turistas españoles no viajan con libros, o no son tan olvidadizos de los suyos, cuando los llevan, como sus equivalentes de otros países. Pero hay matices, como en todo. Entre los libros ingleses, como ya he dicho, no encuentro ni uno que pudiera no desentonar en una biblioteca mínimamente rigurosa; la única excepción, quizá, es un ensayo del periodista Jeremy Paxman, a quien conozco por los admirables documentales que hace para la BBC, pero a quien no estoy muy seguro de que me apetezca leer. En francés, en cambio, entre decenas de malas novelas, encuentro... nada menos que los siete tomos de À la recherche du temps perdu, más un tomito de tragedias de Eurípides, alguna novelilla de Patrick Modiano y alguna otra de Le Clézio... No sé si de esto podría colegirse que el francés medio es más culto o más leído que el inglés o el alemán; pero, en cualquier caso, la verdad es que el retrato que de ellos ha quedado en esta especie de depósito aluvial es bastante favorecedor. 

Tanto, que casi no quiero contribuir a desdibujarlo. No es que pueda suscribir el aserto de Mallarmé:  j'ai lu tous les livres, pero casi. O quizá es sólo que a los que encuentro aquí les falta el don de la sorpresa, que es lo que uno espera de estos lugares. Y así, hecho el escrutinio y dados los buenos días al encargado -y sin saber si hubiera sido apropiado dejar unas monedas, quizá, a modo de donativo-, salgo de allí con destino a las charcuterías que rodean el mercado. Lo que me recuerda la otra mitad del verso mallarmeano: La chair est triste, hélas!

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