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Mostrando entradas de noviembre, 2015

CASTAÑOS

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Hacia el valle del Genal, para ver los castaños amarillecidos. A las diez de la mañana el coche -vamos cuatro amigos- está ya enfilando la carretera de Cortes, en dirección al extremo sur del valle. Paradas obligadas: el mirador de Algatocín, el merendero junto al río en las cercanías de Jubrique y el propio Jubrique, desde donde recorremos a pie buena parte del camino someramente asfaltado que se dirige a Faraján. Antes, el prodigio del valle a la luz de una mañana soleada. A esa hora -quiero decir, antes del mediodía-, el sol cae raso sobre el techo del bosque y hace el efecto de uniformar la masa de encinas, quejigos y alcornoques en una sola mancha verdigrís, de la que sobresalen, singularizándose, los castaños amarillos, encendidos como fanales en medio de una tiniebla espesa de la que brotan, aquí y allá -discutimos si se deben a la quema de rastrojos o a las chimeneas de las casas de labor ocultas bajo la masa arbórea-, lentas columnas de humo que se diluyen en la cas

EL MOSTO DEL AÑO

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La pulcritud de las instalaciones desmiente un tanto el sentido del rito: hemos venido a probar el primer mosto del año, que lo mismo no es el primero y que ni siquiera es de aquí, de esta finca que ya no conserva sus viñas, y cuya gañanía remozada se ha convertido en un coqueto restaurante de fin de semana. Pero, en todo caso, la ocasión satisface nuestra necesidad de señalar de alguna manera que el otoño - season of mists and mellow fruitfulness , que decía el poeta John Keats- está en su punto álgido. Brumas ( mists ) no ha habido demasiadas en lo que llevamos de otoño, aunque no creo que la fecundidad ( fruitfulness ) de la estación se haya resentido por ello: hubo lluvias tempranas casi al final del verano, que han provocado en el campo una especie de primavera extemporánea.  Todo anda un poco trastocado, quizá. Y por eso el día empezó amenazando lluvia y el guarda de las ruinas que fuimos a visitar antes del almuerzo se las echó de hombre de campo al as

EL FUTURO

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Viernes noche. Previsión de cena tardía y sobremesa alargada, como corresponde al inicio del fin de semana. Mientras M.A. ultima la cena voy poniendo la mesa, busco música agradable en Internet y organizo un poco el modesto caos de objetos familiares -libros, dibujos, mandos a distancia, teléfonos, posavasos, bolígrafos, cojines, mantas de viaje- que testimonia la voluntad dispersa que ha gobernado las horas de ocio precedentes. Por fortuna, no hemos mirado las redes sociales ni los titulares de los periódicos, así que somos totalmente ajenos a lo que en ese mismo momento está sucediendo en otro lugar del mundo en el que otros como nosotros también se disponían a pasar la tarde-noche del viernes en los consabidos templos del ocio de una ciudad a punto de convertirse en objetivo de una matanza. Nosotros a lo nuestro: la cena, despaciosa y ritual, un poco sobreinterpretada quizá, como corresponde a personas maduras que saben que también la intimidad tiene algo de teatro de afectos. En

EL SALTO

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No importa mucho que hayamos coincidido con un grupo de unos treinta excursionistas: el prado es lo bastante grande para que quepamos todos sin estorbarnos, y ni siquiera escuece demasiado el hecho de que hayamos subido hasta aquí en busca precisamente de paz y silencio. Sólo las vacas -cuatro, todas distintas: una completamente negra, como un toro bravo; otra, a parches rojos sobre fondo blanco, como la protagonista del anuncio de cierto chocolate con leche; otra cobriza, otra blanquinegra- parecen acusar la molestia y bordean con gesto de desaprobación la multitud, en busca de un rincón tranquilo. Y lo curioso es que todo esto -la multitud diseminada en pequeños grupos, las vacas, las formaciones rocosas que emergen del pastizal, las encinas- parece como empequeñecido por un sol al mismo tiempo benevolente y cegador, que invita a dejarse acariciar por él y a entornar los ojos para protegerlos de la claridad excesiva. Hasta los mismo verdes, bajo esta luz, resultan cegadores, o

PUNK BRITANNIA

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Con las lluvias últimas, la algaida a la que vamos a estirar las piernas se ha cubierto de florecillas blancas: narcisos silvestres, me dice una página de Internet, aunque no estoy seguro de que la identificación sea correcta por mi parte. Tienen un olor dulzón, como ajazminado, pero con un punto de limón. Y lo curioso es que ese olor, de tan tenue, sólo se percibe cuando se camina en dirección contraria a la brisa y ésta la empuja a las pituitarias un tanto atrofiadas en estos días de temperaturas variables y humedades traicioneras. Pero aquí, en medio del milagro, hasta me parece que respiro mejor. *** En medio de una mañana pródiga en errores y meteduras de pata, recibo un mensaje de M.A. advirtiéndome de una errata en la entrada de ayer de este cuaderno. Una más, me digo, en un día pródigo en ellas. Claro que las peores son las de orden existencial: también tienen arreglo, pero siempre a costa de enmiendas y tachaduras demasiado visibles. *** Y mis documentales de sobre

POLVORONES DE TÁNGER

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Llama la atención que, una vez pasado el temporal, la calma que se respira por encima del nivel del mar, diríamos, no termina de trasladarse al mar propiamente dicho. Ha amanecido una espléndida mañana de otoño, apenas empañada por un nublado claro que ni siquiera amenaza lluvia. Sopla una brisa ligera, juguetona, que parece empeñada en insuflar un cierto humorismo bienintencionado a esa hora del día en que la gente parece embozada en sus pensamientos y se dirige a toda prisa a sus obligaciones. Pero el mar, sin embargo, sigue en lo suyo, como emperrado en una furia que no termina de soltar. Lo milagroso es que se contenga, y que las deflagraciones incontenibles que se suceden a pocos metros de la línea de costa se amansen como por ensalmo al morir en la playa. Otra cosa son las escolleras: contra ellas aplica el mar toda su furia, y ello sucede a apenas unos centenares de metros de este otro tramo de orilla remansada desde el que lo miro. No sé. Tiene uno la impresión de que aquí s

MAYORÍA SILENCIOSA

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Viento racheado y cielo plomizo: así amanece el día de Todos los Santos, que es también el de los muertos; o, si se quiere, una de esas extrañas maneras oblicuas que los vivos tenemos de celebrar el hecho de estar de este lado de la sutil línea que nos separa de la mayoría silenciosa. Anoche, unos chiquillos disfrazados aprovechaban la ocasión para recolectar caramelos, mientras algunos adultos, sentenciosos y campanudos, se quejaban de la creciente popularidad entre nosotros de esta costumbre extranjera. Pero a mí no me parece que esa tradición foránea esté demasiado alejada de las nuestras: por ejemplo, de la costumbre gaditana de adornar los mercados y representar en los puestos escenas satíricas cuyos personajes son cuerpos de animales muertos engalanados para la ocasión; o la de comer frutos secos como celebración del otoño, pero también como manera de evocar simbólicamente el tacto y consistencia de los huesos; o la de representar ese carnaval de aparecidos y aprensiones sobre