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Mostrando entradas de febrero, 2017

DESPUÉS

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Acabo de verlos sobre el escenario. Y ahora, en la terraza del bar en la que toman un bocado antes de hacerse a la carretera después de la actuación, parecen como empequeñecidos. El hombretón de una pieza que tan expresivamente coqueteaba con la actriz principal es ahora un hombre más bien bajo que sonríe desvaídamente a sus contertulios; el descarado cómico travestido es ahora un muchacho tímido con gafas que tiene ganas de irse a dormir. Y la protagonista, una mujer de belleza racial y formas poderosas, que se había mostrado todo el tiempo segura del magnetismo que ejercía sobre el público encandilado -y no sólo el masculino-, es ahora una muchachilla menuda en la que con dificultad se hubiera fijado uno de no haber reconocido en ella a la actriz que habíamos admirado apenas unos minutos antes. Debió de ser efecto de las luces, de los trajes, del maquillaje, del propio juego de trampantojo entre la desnudez apenas entrevista -en un momento del espectáculo la chica se desviste discr

ARGUMENTOS

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Planes inmediatos: viaje de M.A. a Londres, proyectada escapada a Loulé. El sábado, en una cena con amigos, no pude evitar pegar el oído a lo que se hablaba en el otro extremo de la mesa, donde se sentaba la facción, digamos, cosmopolita del grupo: larguísimos viajes al otro extremo del mundo. Sigue uno pensando que la medida natural de un viaje es la distancia que se puede recorrer entre el desayuno y la hora del almuerzo: cuatro o cinco horas en coche, o su equivalente en avión, incluido el trayecto hasta el aeropuerto y el intervalo de espera hasta el embarque; o un viaje en tren de esa misma duración. Londres y los pueblos del Algarve cumplen ese requisito; también el norte de Marruecos; y Madrid: he ahí los vértices de mi geografía sentimental. Y aún me queda mucho que ahondar en ella. *** Mi territorio literario, sin embargo, es mucho más pequeño. Lo delimitan los poemas que sirven de núcleo a Cuaderno de Zahara y Diario de Benaocaz , a los que cabría sumar algunos de otr

ENCÍAS

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M.A. ya ha comprado los billetes para Londres. Es casi la primera vez que viaja sola, descartando algún que otro desplazamiento por motivos laborales. No parece asustarle. La sensación es, más bien, que esta familia opera ahora sobre un radio de acción más amplio, y que esa amplitud se traduce en libertad y extrañeza. Le preocupa, especialmente, el desplazamiento desde el lejano aeropuerto de Stansted al barrio del sur de Londres en el que quiere buscar hotel, lo más cerca posible del apartamento de C. Ya imagina su rutina durante esos días: las mañanas con C., paseo vespertino por Londres y luego al hotel, no más tarde de la hora en que allí cierran los comercios. Londres, ya lo sabemos, cambia a partir de ese momento, y aún más cuando, a eso de las once, cierran los pubs y el metro se llena de empleados cargados de cerveza, algunos cómicamente desceñidos en sus pulcros trajes de oficinistas, ahora con los cuellos desabrochados y las corbatas flojas. Es también la hora en que la