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Mostrando entradas de marzo, 2017

EL JARDÍN DE LOS TRISTES

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Anoche, antes de cenar a la hora temprana que aquí se acostumbra, dimos un paseo por el núcleo antiguo de la ciudad: los alrededores de la Igreja Matriz, con su campanario exento que algunas guías dicen que es una modificación del alminar de la antigua mezquita, el melancólico jardín-mirador que llaman "dos Amuados" -"de los tristes", como el famoso paseo de Granada- y los restos -apenas un arco historiado que da paso a un callejón sin luz- del Convento da Graça. De noche, como de día, estas calles sin comercios están completamente desiertas y se deambula por ellas con la sensación de que se está cometiendo, si no una profanación, si una intrusión desconsiderada. En una taberna que nos parece, en comparación con otras, muy animada, por contener a un par de parroquianos que mantienen una sosegada conversación con la patrona, nos sentamos a tomar el aperitivo. En la televisión, imágenes de un sangriento atentado terrorista que ha tenido lugar en Bruselas. La ter

FARO

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No recordaba que Faro fuera, ni de lejos, la ciudad enormemente pulcra y silenciosa que es hoy. Cuando la visitamos por primera vez, a principios de los 90, representaba un paso más allá de la decadencia que prestaba su peculiar encanto a Lisboa. Reviví esa impresión, recuerdo, cuando visité por primera vez Larache, en Marruecos: el mismo tono apastelado de las paredes descoloridas, los mismos desconchados, la misma mezcla abigarrada de actividad frenética y resignada dejadez. Han cambiado las cosas desde entonces. Faro es hoy una ciudad ordenada y pulquérrima. Las construcciones que bordean la fachada marítima han sido renovadas o restauradas. Y la Vila-Adentro -el recinto de la ciudad vieja-, libre de tráfico rodado, es una isla de silencio casi absoluto en una ciudad que, pese a su ajetreo, funciona también habitualmente como en sordina. El único detalle de suciedad es el que aportan los numerosos graffiti , que son una plaga en todas las ciudades portugues

LOULÉ

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Desde la ventana del cuarto de hotel, una placita someramente arbolada con unas cuantas jacarandas todavía sin florecer. Una lluvia silenciosa y monótona rebota en los bancos y en los techos de los coches. Ni un alma a la vista, a pesar de que son apenas las doce del mediodía. Acabamos de llegar. El trayecto, sin novedad, salvo el engorro que ha supuesto detenerse, nada más pasar la frontera, en el dispositivo que han instalado para que los coches extranjeros paguen peaje en las autopistas locales. El dispensador automático no admitía nuestra tarjeta de débito. Y aunque disponemos de ViaT -un aparatito que permite el pago automático de los peajes de las autopistas españolas-, en la gasolinera donde paramos a preguntar no nos aseguran que ese sistema sea válido aquí. Así que llegamos a Loulé -que es, como quien dice, una ciudad vecina, a apenas 50 kilómetros de la frontera- con la sensación de haber contravenido alguna importante ley internacional. Por suerte, la amabl

M.

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Me anuncian la muerte de M. Y mi primera reacción, más allá del desconcierto, es un sentimiento de mala conciencia: lo llamé alguna que otra vez al principio de su enfermedad, pero no pude vencer esa muralla de reserva que algunas personas ponen a su propio sufrimiento; tras algún protocolario intercambio de parabienes, un engorroso silencio podía fin a esas breves conversaciones. Lejos quedaban las que habíamos mantenido sobre la época en que nos conocimos, cuando yo empezaba en la enseñanza y, a través de una compañera más veterana, supe de otro chico de mi edad que buscaba compañero de piso: M. era  nuestro casero. Su amistad con mi compañera y el hecho de que, pese a la diferencia de edad -que entonces parecía más acusada, cuando en realidad apenas nos llevábamos diez años-, éramos colegas en la profesión no eran óbice para que, tanto a mí como a mi compañero de piso, su figura nos resultara un tanto intimidatoria. A pesar de ello, mi compañero conseguía arrancarle largas prórr

NARCISOS

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Por bromear con el dueño del restaurante, que es amigo, M. finge haber confundido el peso de la pata de cordero con el precio. "¿Cómo? ¿650 euros?". Eran gramos, evidentemente. Pero, para seguirle la corriente al bromista, el otro aclara: "Sí, es que es del cordero del que sacaron el vellocino de oro". Lo que anoto aquí para que conste que, incluso en estos impíos tiempos y en estos lugares tan alejados del ponto, se guarda memoria de las hazañas y desventuras de la valerosa tripulación del Argo. *** Presenté All That Jazz en el cineclub que mantienen estos animosos amigos de Ubrique. Y les confesé, entre otras cosas, el malestar que esta morbosa fantasía en torno a la muerte causó al adolescente que yo era cuando la vi en el año de su estreno en España, en otoño de 1980. "Eso es que te impresionó la cantidad de chicas guapas que salen en la película", me dice un bromista. No exactamente, aunque quizá sí pesara sobre el adolescente por estre

HARINA DE SAN PEDRO

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El anunciado temporal de nieve quedó en nada: unos copos aguados que no llegaron a cuajar siquiera sobre los tejados, aunque hubo quien aseguró, más tarde, que en tales o cuales parajes de la montaña era posible hundirse en nieve hasta media pierna. Lo decían con una jarra de cerveza en la mano en medio de la plaza abarrotada de visitantes decepcionados. Era el día de la región: acababa de sonar el himno y los más animosos hacían cola para la colación gratuita que ofrecía el ayuntamiento. También nosotros, después del patriótico plato de callos con garbanzos, buscamos acomodo en algún bar, sin éxito: todos llenos. Así que, finalmente, acabamos juntando nuestras provisiones con las de los amigos que nos acompañaban y almorzamos en casa de éstos; donde degustamos, a modo de homenaje cinéfilo, un excelente merlot californiano de las bodegas de Francis Ford Coppola, traído expresamente de Las Vegas. Un poco de cosmopolitismo, en fin, contra la exaltación localista aparejada a la fecha.