Pesadillas

27/2/2020 De pronto, a los pies de la cama, la sensación inconfundible de que ha saltado un gato, como solía hacerlo K., y se ha hecho un ovillo junto a mis piernas. Pero K. ya no está y el animal que he sentido posarse a mis pies parece mucho más pesado y, a pesar de la oscuridad y de que mi posición hace imposible que haya podido siquiera vislumbrarlo, de color uniformemente oscuro, quizá gris intenso o negro. Reconozco su parecido con otro gato con el que estamos familiarizados y que a veces dejamos entrar en casa, el del vecino. Pero de alguna manera, y a pesar de que no me he movido de mi posición ni bajado el embozo que me cubre, tengo la absoluta certeza de que no es él. Me doy cuenta entonces de que he querido incorporarme y no puedo, y que por tanto me es imposible siquiera levantar la cabeza para mirar al animal o alargar un brazo para espantarlo. Tengo también las piernas paralizadas, como en ese cuento de Roald Dahl en que un durmiente despierta y comprueba que tiene una