Un mundo oculto
27/12/20
De nuevo, como anteayer, paseo por las marismas. Es un trayecto desprotegido, sin sombra ni refugio, por lo que resulta idóneo para estos días fríos y despejados en los que el sol, si acaso, se agradece. Vamos a cuerpo, porque habíamos pensado que, a pesar de las bajas temperaturas, cualquier prenda de abrigo empezaría a pesarnos en cuanto la caminata nos hiciera entrar en calor. Y así recorremos, por la carretera del polígono industrial, el kilómetro y medio aproximado que nos separa de la apertura en la alambrada que permite el acceso a uno de los brazos de tierra que penetra en la marisma: en concreto, el que se ciñe al muro "de vuelta" de la antigua salina, ahora abandonada, a su vez flanqueado por el canal de alimentación del que se nutrían los esteros. De hecho, en nuestro recorrido hemos de pasar -con aprensión, porque las planchas de hormigón armado que las cubren están muy deterioradas- algunas de las antiguas compuertas por las que entraba el agua del mar.
Apena la ruina de toda esta compleja estructura, que sin duda cumplió su función durante generaciones, sin que ahora se entienda muy bien la razón de su abandono. Que no es total, de todos modos: al final de la primera recta del trazado en rectángulo descubrimos, no sin asombro, que, oculto tras un montículo de lo que parecen escombros cubiertos de vegetación, se alza una construcción, invisible desde la carretera. Es poco más que una chabola: un conjunto de chamizos y cobertizos hechos de tablones, trozos de chapa ondulada y todo tipo de materiales de desecho, agrupados en torno a un cuerpo principal que parece ser el casco y la cabina de un viejo bote pesquero allí dejado en seco. No nos demoramos mucho en inspeccionarlo: hay alguien dentro y, por su modo ostentoso de volvernos la espalda en cuanto nos ve, ha dejado bien claro que no somos bienvenidos. Nos preguntamos qué hace allí: quizá pescar, o simplemente recolectar el pescado que se cría en alguno de los esteros de la antigua salina. Sabemos que esa riqueza es objeto frecuente de robo, y como ignoramos si ese hosco habitante de la marisma es el dueño legítimo del chamizo o sólo un merodeador ocasional, nos alejamos rápidamente de allí. Avanzamos por el segundo lado del rectángulo, que transcurre en paralelo a la carretera Ahora la vereda se ha estrechado y vuelto serpenteante. Se ve que ese tramo es menos frecuentado. Cruzamos otras compuertas, paramos a hacer fotos y poco a poco llegamos al vértice desde el que enfilamos el tramo de regreso, el que vuelve al terraplén sobre el que discurre la carretera. Tenemos la impresión de haber descubierto un pequeño mundo ignoto, que teníamos al alcance de la mano y que, sin embargo, nunca antes nos habíamos molestado en explorar. Nos han sobrevolado gaviotas -alguna, realmente ofendida por nuestra presencia allí, como si se hubiese aconchabado con el del chamizo- y cormoranes, hemos visto espejos de agua recorridos por cigüeñuelas y correlimos, hemos avistado patos nadando tranquilamente en una charca honda, como podían haber estado haciéndolo en el estanque de un parque. Toda ese alentar de vida, a la vez clamoroso y asordinado, nos ha hecho sentir en otra dimensión de la realidad, regida por otros ritmos y urgencias. Pisar de nuevo el duro asfalto, ya de vuelta, nos ha parecido una renuncia.
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